Sobre volcanes, ministros y otras amenazas
La erupción del malvado volcán islandés ha puesto de manifiesto una realidad que, aunque evidente, se nos suele escapar: la importancia del transporte aéreo en la sociedad del siglo XXI.
De igual forma que una buena noticia raramente lo es, no se suele prestar atención al intrincado baile de profesionales que a diario participan en la cadena del transporte. Nunca veremos en un titular que un técnico de mantenimiento ha reparado un defecto crítico en una aeronave o un equipo de tierra, o que un controlador aéreo ha salvado una situación difícil de conflicto, que de otra manera habría terminado en incidente.
Nos han acostumbrado a que solo son noticia las malas noticias. A diario los medios se hacen eco de una plétora de calamidades y desgracias varias que copan la actualidad informativa entre partido de fútbol y escándalo judicial o político.
Pensemos por un momento en las profundas consecuencias que el cierre del espacio aéreo europeo está teniendo en nuestra realidad: cientos de miles de pasajeros atrapados, miles de millones de euros en perdidas económicas, desconexión funcional del mundo moderno, volatilidad bursátil y sensación de impotencia y resignación. El mundo que conocemos no se concibe sin una red de comunicaciones eficiente, segura y ordenada. Su ausencia mantenida, por tanto, supone el fin de la civilización.
Las decisiones políticas y económicas que afectan al transporte aéreo tienen pues una gran repercusión en la sociedad, tanto a nivel económico como organizativo. Los experimentos políticos en esta materia, propiciados por la codicia, la falsedad y la notoriedad repercutirán en la calidad y la seguridad del transporte aéreo.
La reciente publicación de la ley 9/2010 de 14 de abril, «por la que se regula la prestación de servicios de tránsito aéreo, se establecen las obligaciones de los proveedores civiles de dichos servicios y se fijan determinadas condiciones laborales para los controladores civiles de tránsito aéreo» (en lo sucesivo «la ley maldita») ha supuesto la culminación de un plan deliberado de acoso y derribo a los controladores aéreos, ha maltratado la Constitución Española, el Estatuto de los Trabajadores y la negociación colectiva en general. Ha sentado un peligroso precedente de patada a los derechos fundamentales. Ha introducido por la puerta falsa una privatización exprés de los aeropuertos y el control del tráfico aéreo. La supuesta extrema y urgente necesidad que ha esgrimido un ministro verborreico y demagogo no se ha visto por ninguna parte, pero su juego de escándalos artificiales y sombras chinescas ha convencido a propios y extraños.
Tras desplegar una cortina de humo cuidadosamente planificada sobre la supuesta escandalera de los sueldos de unos profesionales, los controladores aéreos, que normalmente no han protagonizado titulares en prensa, este insidioso inquilino del Ministerio de Fomento (y sus aliados en la lid) ha acometido un desmantelamiento sistemático de un servicio público que hemos pagado todos los españoles con nuestros impuestos y con nuestro trabajo diario, y del que ahora se nos va a privar. Acabará no se sabe en qué manos privadas, como ya ha ocurrido en el pasado con otros servicios públicos de este país. Nos van a cobrar dos veces la misma cosa, y todos tan contentos.
Esta ley maldita, hija bastarda del decretazo del 5 de febrero, ha concedido a Aena un poder desmedido que muchos ansiaban y que les faculta para cometer toda suerte de tropelías contra los trabajadores. El día a día como controlador aéreo en Aena se ha convertido en un encierro penitenciario con tintes de campo de concentración, donde una serie de capos hacen desfilar a los controladores entre el servicio exprés obligatorio, la imaginaria de nuevo cuño, la amenaza de la pérdida del puesto de trabajo y una turnicidad desquiciada con servicios nocturnos sin horas de sueño. Se retira del servicio a profesionales muy cualificados, lo mejorcito y más granado de la profesión, porque la nueva ley les aparta del control obligatoriamente a los 57 años, quieran o no, y no se sabe dónde les van a colocar, ni cuanto se les va a pagar. Se habla de traslados forzosos. Se habla de gente que va al trabajo medicada. Se habla mucho de la seguridad aérea.
Han zombificado al controlador aéreo, que deambula con aire perdido por los pasillos de centros y torres de control con aspecto de reno deslumbrado por un camión mientras trata de conciliar su vida familiar y laboral con esta su nueva realidad de reo apaleado. Se le ha dicho a la opinión pública que se pagó a los controladores con dinero ilegal, porque al parecer cierta comisión de retribuciones no fue consultada por Aena ni por Fomento, pero aquellos que retiraron esos fondos para pagar a los controladores disfrutan de gloriosos retiros en consejos de administración, mientras que los que lo cobraron por su trabajo diario son perseguidos y denostados. Es el mundo al revés.
Ya me extraña que no se haya dicho que el volcán lo han puesto los controladores aéreos, para así montar una de sus supuestas huelgas encubiertas. Un volcán es un fenómeno natural impredecible que afecta a la seguridad. Sin embargo, el afán de notoriedad del ministro Blanco se veía venir, y nadie ha hecho nada por impedirlo, y como se verá también afecta a la seguridad.
No me gustaría salir en los titulares por la seguridad, porque si no salgo es que he hecho bien mi trabajo a pesar de la ley maldita, de los volcanes y de los ministros sin escrúpulos.