¿Hemos perdido el juicio?
José María Ruiz Soroa
El sometimiento de los trabajadores del mar o del aire a una legislación represora específica, concomitante con la militar (son palabras de Quintano Ripollés), fue uno de los logros del franquismo.
Se dictaron para ello las Leyes Penales especiales de Marina Mercante (1955) y Navegación Aérea (1964), ambas directamente inspiradas en el Codice della Navigazione italiano de 1942, de fuerte impronta fascista.
En ambos casos, se concebía a la empresa marítima o aérea como una estructura jerárquica de producción al servicio de la nación, en la que los derechos de los trabajadores estaban subordinados al bien colectivo, concretado a través de las órdenes del jefe o superior. Interés empresarial, interés patriótico e interés militar se confundían.
En este marco estructuralmente fascista tenía pleno sentido que cualquier desobediencia colectiva de los trabajadores fuera considerada delito de sedición, pues era tanto como alzarse tumultuariamente contra las órdenes del mando y contra el bien de la patria.
El bien jurídico protegido por esta tipificación de las desobediencias colectivas no era, conviene subrayarlo, la seguridad de la navegación marítima o aérea, dado que era indiferente que la desobediencia o abandono del puesto de trabajo se produjera en la mar o en el puerto, o que la seguridad de los aviones se pusiera en peligro o no. La cuestión no era la seguridad, sino la estructura jerárquica de la empresa fascista, que no puede tolerar un desplante colectivo, sea cual sea la razón que lo determine.
Ni que decir tiene, que una huelga de marinos o empleados de aviación era directamente un caso de delito de sedición punible con años de cárcel.
Pasaron los años, llegó la democracia, los interesados hicieron oír su voz, y, sin embargo, las Leyes Penales en cuestión siguieron formalmente vigentes.
La Ley Penal Marítima se derogó finalmente en 1992 (15 años necesitó la democracia para llegar a la mar), la Ley Penal Aérea nunca, ahí sigue como un monumento a la inercia y a la comodidad de todo buen burócrata, que nunca desdeña la oportunidad de poseer en su arsenal un arma tan eficaz como el de poder amenazar con la cárcel a los trabajadores insumisos. Y en esos lodos franquistas estamos, no le demos vueltas. Unos trabajadores abandonan colectivamente su puesto de trabajo, sin poner en riesgo la seguridad de la navegación, y nuestras autoridades y fiscales descubren encantados que pueden acusarles de un delito de sedición, que un controlador que abandona su puesto de trabajo colectivamente es un delincuente y debe ir a la cárcel unos cuantos años.
Incluso se recupera la terminología y se habla de «cabecillas» e «instigadores».
Y la opinión pública, atizada por nuestro democrático Gobierno y por unos medios que se proclaman progresistas, asiente callada a este caso de auténtica prestidigitación en el que faltar a las obligaciones derivadas de un contrato de trabajo puede convertirse en un ilícito penal. No en un ilícito civil o laboral, merecedor de despido o de indemnización de perjuicios, sino en un auténtico crimen.
¿Hemos perdido el juicio? ¿Se nos han olvidado los requerimientos mínimos de una sociedad liberal? ¿Cómo podría ser delito el incumplimiento de un contrato laboral? ¿Cuál sería el bien jurídico protegido por la norma? ¿El funcionamiento y los beneficios de AENA? ¿La producción nacional? ¿Por el hecho de arruinar las vacaciones a cientos de miles de ciudadanos se puede ir a la cárcel? ¿Qué diferencia relevante existe entre un maquinista del metro y un controlador para hacer de uno un criminal y del otro un ciudadano protestón a pesar de que su conducta es idéntica y la del maquinista perjudica a más ciudadanos y no precisamente en sus vacaciones?
Por mucho que una legalidad procedente de nuestro obscuro pasado lo avale, lo sucedido no puede constituir delito, es así de sencillo. Y excesos verbales del Gobierno como los de decir que se estaba «echando un pulso al Estado» no son admisibles en democracia.
Al Estado le echan un pulso los etarras, los controladores le echan un pulso a una empresa aeroportuaria llamada AENA. Solo en la concepción del «Estado total» fascista puede confundirse entre el Estado y una empresa, entre el Estado de derecho y el Estado productor, y sólo allí puede criminalizarse el desbarajuste laboral como si fuera un motín contra la patria.
José María Ruiz Soroa es abogado.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Hemos/perdido/juicio/elpepuopi/20101216elpepiopi_5/Tes