Barajas, 2011: "Yo he visto naves arder"
Chester Copperpot
Barajas, octubre de 2011. Marta tiene que volar a Barcelona por negocios. Llega al aeropuerto madrileño poco después de las siete y media de la mañana mientras una densa niebla envuelve la ciudad. Ha pagado 40 euros de taxi y su billete de avión le ha costado 200 euros, de los cuales solo dos euros se destinan a pagar el sueldo de los 20 controladores aéreos de Aena que serán responsables de su vuelo. Marta se dirige al mostrador de facturación del puente aéreo de Iberia.
Los pasajeros aguardan somnolientos en la terminal a que se anuncie el embarque de su vuelo. Miles de personas, miles de vidas, aguardan en la terminal.
Barajas lleva meses funcionando al límite de su capacidad operativa: Iberia apelotona todas las salidas en picos horarios determinados en función de la demanda y, sobre todo, para abaratar costes de personal de tierra. A algunos les han contratado por horas. Los controladores aéreos, que cada vez son más escasos por la política de reducción de costes de Aena, tienen que manejar diariamente casi 1300 vuelos. Sus descansos se han visto reducidos y sus jornadas de trabajo se han ampliado. Algunos apenas pueden ver a sus hijos. No están de muy buen humor.
El «servicio de plataforma» de la T4, que sustituye a los controladores aéreos, ya lleva un mes en funcionamiento y la demora en barajas ha aumentado automáticamente un 30%. La implantación de este «servicio» implica que ningún vuelo de Iberia de la T4 tiene servicio de control: en su lugar unos operarios que antes realizaban tareas de asignación de parkings han recibido un curso exprés para este nuevo servicio y solo informan a los pilotos. Son estos, los pilotos, los que se tienen que separar visualmente de los demás aviones con un considerable aumento de su carga de trabajo y concentración. No entienden como es posible que su compañía haya dado el visto bueno a tamaña barbaridad. Sotto vocee tienen miedo, pero no lo comentan por las posibles represalias y por el clima de incertidumbre laboral que se vive en Iberia. La mayor terminal del principal aeropuerto español es ahora espacio aéreo no-controlado y sin embargo, por razones políticas y económicas, la capacidad declarada del aeropuerto no se ha reducido. Y lo que es más, el precio de los billetes de avión no ha bajado a pesar de haberse reducido la calidad del servicio. Pero esto no lo saben los pasajeros.
Hoy no se ve nada de nada. La visibilidad en pistas y rodaduras es inferior a los doscientos metros. Se han activado los procedimientos de baja visibilidad y se ha restringido el número de aterrizajes, pero no el número de despegues (es la práctica habitual, que nadie entiende). Muchos aviones que debían aterrizar en Barajas ya se han desviado al aeropuerto alternativo ante la imposibilidad de aterrizar: la última fase de la aproximación siempre se ejecuta con referencias visuales, pero cuando hay niebla el piloto mete motores y el avión se va al aire por seguridad. Es la denominada «aproximación frustrada».
Marta no sabe si su vuelo saldrá. Por la megafonía del aeropuerto nadie dice nada. En los paneles informativos aparecen numerosos avisos de cancelación. Marta desconoce completamente la operatividad del aeropuerto y por tanto no sabe que su vuelo se operará en una porción de espacio aéreo no-controlado. Los suelos de mármol impolutos y las tiendas con precios astronómicos sin embargo imprimen en el pasajero una falsa sensación de seguridad.
Milagrosamente se anuncia el embarque del vuelo de Marta. Se acomoda por fin en su asiento y decide echar una cabezadita. Se siente segura y cómoda. No sabe nada de aviación.
Mientras, en un despacho de la capital la secretaria de un conocido presidente de compañía aérea le prepara la agenda del día. Tiene una cita con otros ejecutivos para supervisar el proyecto de biocombustibles a base de algas que se acaba de lanzar en Barajas.