En el guindo
Lo C. Gutiérrez
Se podrían dividir las efemérides en dos tipos. Por un lado estarían aquellas en las que se es plenamente consciente de la relevancia que el momento puede tener para la posteridad y por el otro, aquellas que acaecen de modo aparentemente accidental, sin que uno espere o presagie cuando se acuesta por la noche que el día siguiente supondrá un antes y un después en la historia de su país.
Lo ocurrido hace exactamente un año en los aeropuertos españoles pertenece sin lugar a dudas a la categoría de sucesos súbitos e imprevistos, aunque no por ello sorprendentes. El 3 de diciembre de 2010 los ciudadanos de este país se levantaron por la mañana para acudir a sus lugares de trabajo o para disponerse a viajar sin sospechar siquiera que iban a presenciar el cierre del espacio aéreo español, la militarización de un colectivo de trabajadores y el primer decreto de estado de alarma de la democracia española.
No es necesario volver a narrar unos hechos que han sido expuestos hasta la saciedad bajo el prisma sesgado de medios de comunicación proselitistas que, salvo contadas excepciones, no hicieron más que contribuir a la demagogia relegando el análisis y el debate profundo de ideas a un plano inexistente. Pocas fueron las voces que clamaron por la anticonstitucionalidad de la medida al no cumplirse los preceptos que se establecen para la declaración de un estado de alarma y menos los que cuestionaron la presencia del Fiscal General del Estado en el Consejo de Ministros que tomó la decisión, dejando así al descubierto la falta de independencia del poder judicial en España y el servilismo político al que se presta.
No por desconcertantes eran los acontecimientos inesperados. A poco que uno hubiera salido de su burbuja y hubiera prestado algo de atención, se habría percatado –gracias a la intachable labor de información que los entonces integrantes del departamento de comunicación de USCA llevaron a cabo durante casi todo el año- de que el problema venía de lejos. También habría podido escuchar las versiones gubernamentales con algo de criterio y quizá no hubieran logrado vislumbrar pero sí entender quién y qué provocó el caos, a qué intereses espurios respondía y cuáles eran los verdaderos objetivos.
Los 365 días trascurridos tras aquel fatídico viernes han dado margen para que todas aquellas víctimas de las verdades del barquero que se lanzaron a pedir la cabeza equivocada, tuvieran tiempo y fuentes suficientes para contrastar la información propagandística con la que fueron intoxicados. Mucho me temo, por lo que estoy presenciando estos días, que en materia de raciocinio poco hemos avanzado.
A esta situación de asfixiante statu quo contribuyen sin duda unos referentes de opinión que reproducen hasta la saciedad y con premeditada alevosía, argumentos falaces como el abandono masivo por parte de los controladores de sus puestos de trabajo. Es difícil de asimilar que a estas alturas todavía haya almas cándidas –por referirme a ellas de un modo benevolente- que crean que 400 señores se levantaron de la silla y que los aviones se separaron y aterrizaron por sí solos. Me pregunto qué interés tiene la prensa en pasar de puntillas, cuando no en omitir deliberadamente, por cosas que son a todas luces obvias y que a poco que se expliquen con claridad y sin tergiversaciones, estarían al alcance de cualquier neófito en la materia.
Y es que a veces me parece vivir en un bucle o en permanente déjà vú, ya saben, esa expresión que los franceses utilizan para definir la conciencia de experiencias ya vividas. Solo es necesario echar un vistazo a los diarios o escuchar ciertas emisoras de radio para prever lo que se les viene encima a los pilotos de Iberia. Ya se empiezan a escuchar los argumentos demagógicos y los insultos demonizadores y nada han tardado los periodistas de cabecera de sus señorías en comenzar a lanzar arengas –véase el criterio análitico bajo el que Julia Otero analiza las reivindicaciones laborales- desde sus púlpitos tildando a los miembros del colectivo de privilegiados, insolidarios, secuestradores y hasta de mafiosos.
La historia se repite y una vez más pocos serán los que se molestarán en contrastar los hechos o bien para informar de modo veraz o bien para crearse un criterio con fundamento que les permita darse cuenta de que bajo el conflicto de los pilotos subyace el desmantelamiento de una línea aérea española que British Airways está adquiriendo a precio de saldo. Claro está que eso vende menos que los linchamientos y ya se sabe que hay que mantener contento al consumidor de desinformación que mantiene los bolsillos llenos. Un gran círculo vicioso del que no lograremos salir hasta que esta sociedad conceda el grado de periodista a quien verdaderamente lo merezca y no al primero que pase bajo la sombra del poder que más cobija.
De modo que aquí estamos, un año y un laudo después, rememorando algo que ya es parte de los anales y sin tener muy claro para qué sirvió todo aquello a no ser que la verdadera pretensión consistiera en desmantelar el servicio de navegación aérea, hacer que nuestros aeropuertos lideraran los rankings de demora, conseguir amargar la vida de unos trabajadores que viven bajo la amenza del expediente y que tienen que arañar sus derechos laborales en los tribunales, innovar para que las medidas de seguridad quedaran supeditadas al beneficio económico, asegurarse de que la AESA cometiera irregularidades flagrantes en aras de ese mismo beneficio y encargarse de que las constructoras de los mismos de siempre se lucraran con concesiones y licitaciones varias. Si ese era el cometido, don Juan Ignacio Lema y don José Blanco pueden retirarse satisfechos tras haber superado sus objetivos con creces y con la tranquilidad de que sus prosélitos no le van a pedir responsabilidades por el cúmulo de fechorías perpetradas.
Nadar contra corriente es duro pues buscar la alternativa a los medios generalistas que nos aporte otros puntos de vista supone cierto esfuerzo. También implica un riesgo, el de descubrir una verdad que nos haga sentir incómodos ante la evidencia de cuán inocentes podemos llegar a ser. Por eso quizá es mejor consumir inopia. Es un placebo increíble que te permite seguir colgado del guindo. Lo malo es que nos van a bajar a bastonazos y el golpe contra ese suelo llamado realidad puede ser muy duro.