¿Reflejan los media la realidad del mundo? Nuevas censuras, sutiles manipulaciones
Ryszard Kapuscinski
¿En qué medida los medios de comunicación son un espejo fiel del mundo? Desde que las nuevas tecnologías han convulsionado el periodismo y permitido la constitución de grandes grupos mediáticos con ambiciones planetarias, esta cuestión resulta más pertinente que nunca.
La instantaneidad y el directo han cambiado las condiciones del periodismo de investigación. Y el imperativo del beneficio ha reemplazado a las más nobles exigencias cívicas. Pero, en todas partes, resiste otro periodismo, más preocupado por la verdad y el rigor, como se ha constatado en Irán, en Burkina Faso, en Argelia y en otros lugares…
En los debates sobre los media se concede una atención excesiva a los problemas técnicos, a las leyes del mercado, a la competencia, a las innovaciones y a la audiencia. Y una atención insuficiente a los aspectos humanos. No soy un teórico de los media sino un simple periodista, un escritor que, desde hace 40 años, se dedica a recoger y tratar la información (y también a consumirla). Me gustaría compartir las conclusiones a las que he llegado al final de esta larga experiencia.
Mi primera observación se refiere a las dimensiones. Afirmar, como se hace a menudo, que «toda la humanidad» está pendiente de lo que hacen o dicen los media es una exageración. Incluso cuando acontecimientos como la apertura de los Juegos Olímpicos son vistos por dos millardos de telespectadores, eso no representa más que un tercio de la población del planeta. Otros mega acontecimientos (Copa del Mundo de Futbol, matrimonios o funerales de personalidades) son difundidos masivamente en las pantallas, y apenas 10 o 20% de humanos los miran. Ciertamente eso representa masas gigantescas pero no «toda la humanidad». Cientos de millones de personas no tienen ningún contacto con los media. En diversas regiones de Africa, la televisión, la radio e incluso los periódicos, son inexistentes. En Malaui no hay más que un periódico; en Liberia, dos, bastante mediocres por otra parte, pero ninguna televisión.
En numerosos países la televisión no funciona más que dos o tres horas al día. Y en vastas extensiones de Asia por ejemplo en Siberia, en Kazajstán o en Mongolia hay algunas redes de televisión pero las personas no disponen de receptores que les permitan captar los programas.
En la época de Leonidas Breznev, en los grandes espacios de la Siberia soviética, los programas de las radios occidentales no se interceptaban porque, a falta de receptores, nadie podía escucharlos.
Una gran parte de la humanidad vive todavía fuera de la influencia de los media y no tiene ninguna razón para inquietarse por las manipulaciones mediáticas o la mala influencia de los medios de masas. A menudo, en particular en América Latina y en África, la única función de la televisión es divertir. Se encuentran televisores en los bares, los restaurantes y los hoteles. Las personas tienen la costumbre de ir al bar para tomar una copa y mirar la televisión. Y a nadie se le ocurre la idea de exigir que este media sea serio o que tenga cualquier función informativa o educativa. La mayor parte de los africanos o latinoamericanos no esperan de la televisión una interpretación seria del mundo, lo mismo que no la esperarían de un circo.
La gran revolución de las nuevas tecnologías es un fenómeno reciente. Su primera consecuencia importante ha sido un cambio radical en el universo del periodismo. Pensemos en la primera cumbre de jefes de Estado de África. Se celebró en 1963, en Addis Abeba, Etiopía. Para cubrirla llegaron periodistas del mundo entero. Cerca de 200 enviados especiales y corresponsales de grandes periódicos internacionales, de agencias de prensa y de estaciones de radio. Algunos equipos rodaban para documentales informativos pero no había ni un solo equipo de televisión. Nos conocíamos todos; sabíamos lo que hacía cada uno y éramos incluso amigos. Auténticos maestros de la pluma y verdaderos expertos de las grandes cuestiones internacionales estaban presentes. Cuando pienso en ello, y sin ninguna nostalgia de una edad de oro que nunca existió, me parece que fue la última gran reunión de reporteros del mundo, el final de una época heroica en la que el periodismo estaba considerado como un profesión reservada a los mejores, una vocación elevada, noble, a la que el interesado se consagraba plenamente, de por vida.
Después ha cambiado todo. La búsqueda y la difusión de información se han convertido en una ocupación practicada en cada país por miles de personas. Las escuelas de periodismo se han multiplicado formando, año tras año, a noveles que llegan a la profesión. Esto no tiene ya nada que ver. En otros tiempos, el periodismo era una misión, no una carrera. Hoy, no se cuentan los individuos que practican el periodismo sin identificarse con esta profesión, o sin haber decidido dedicarle plenamente su vida y lo mejor de ellos mismos. Es, para algunos, una especie de hobby, que pueden abandonar en cualquier momento para hacer otra cosa. Numerosos periodistas actuales podrían trabajar mañana en una agencia de publicidad y convertirse, pasado mañana, en agentes de cambio.
Las tecnologías punta han provocado una multiplicación de los media. ¿Cuáles son las consecuencias? La principal es el descubrimiento de que la información es una mercancía cuya venta y difusión pueden proporcionar importantes beneficios. Antaño, el valor de la información iba asociado a diversos parámetros, en particular al de la verdad. También se concebía como un arma que favorecía la lucha política. Todavía está fresco el recuerdo de los estudiantes que, en la época del comunismo, quemaban en la calle ejemplares de los periódicos del partido al grito de «la prensa miente». Hoy todo ha cambiado. El precio de la información depende de la demanda, del interés que suscita. Lo que prima es la venta. Una información será juzgada sin valor si no consigue interesar a un público amplio.
El descubrimiento del aspecto mercantil de la información ha motivado la afluencia del gran capital hacia los media. Los periodistas idealistas, esos dulces soñadores en búsqueda de la verdad que antes dirigían los periódicos, han sido reemplazados, a menudo, a la cabeza de las empresas, por hombres de negocios.
Todos los que visitan las redacciones de los soportes más diversos, pueden constatar estos cambios. Antes, los media estaban instalados en inmuebles de segunda categoría y disponían de oficinas estrechas, oscuras y mal amuebladas, donde hormigueaban periodistas andrajosos y sin dinero, rodeados de montañas de papeles en desorden, de periódicos y de libros. Hoy, basta visitar los locales de una gran cadena de televisión: los inmuebles son palacios suntuosos, todos de mármol y espejos. Al visitante le guían maniquíes-azafatas a través de largos pasillos enmoquetados. Estos palacios son ahora las sedes de un poder del que antes sólo disponían los presidentes de los Estados o los jefes de gobierno. Este poder se encuentra ahora en manos de los patronos de los nuevos grupos mediáticos.
Es el mercado quien verifica
Desde que está considerada como una mercancía, la información ha dejado de verse sometida a los criterios tradicionales de la verificación, la autenticidad o el error. Ahora se rige por las leyes del mercado. Esta evolución es la más significativa entre todas las que han afectado al terreno de la cultura. Consecuencia: se ha sustituido a los antiguos héroes del periodismo por un número imponente de trabajadores de los media, prácticamente todos hundidos en el anonimato. La terminología utilizada en Estados Unidos es reveladora de este fenómeno: el media worker suplanta, frecuentemente, al periodista.
El mundo de los media ha explotado de tal manera que comienza a vivir por sí mismo, como una entidad autosuficiente. La guerra interna entre los grupos mediáticos es una realidad más intensa que la del mundo que les rodea. Importantes equipos de enviados especiales recorren el mundo. Forman una gran jauría, en el seno de la cual cada reportero vigila al otro. Hay que tener la información antes que el vecino. El scoop o la muerte. Por eso, aunque varios acontecimientos se producen simultáneamente en el mundo, los media sólo cubrirán uno: el que haya atraído a toda la jauría.
En más de una ocasión he formado parte de esa jauría. Además la he descrito en mi libro D’une guerre a l’aurtre1 y sé cómo funciona. La crisis provocada en 1979 por la captura de rehenes estadounidenses en Teherán es un ejemplo. Aunque, en la práctica, no pasaba nada en la capital de Irán, miles de enviados especiales llegados del mundo entero permanecieron durante meses en la ciudad. La misma jauría se desplazó, años más tarde, al Golfo Pérsico, durante la guerra de 1991, a pesar de que no se podía hacer nada porque los estadounidenses prohibían a cualquiera acercarse al frente. En el mismo momento, se producían acontecimientos atroces en Mozambique y Sudán; pero eso no emocionó a nadie porque la jauría se encontraba en el golfo. En diciembre de 1991, durante el golpe de Estado, Rusia tuvo derecho a las mismas atenciones. Mientras que los hechos realmente importantes, las huelgas y las manifestaciones, tenían lugar en Leningrado, el mundo lo ignoraba porque los enviados de todos los media no se movían de la capital, esperando que ocurriera algo en Moscú, donde reinaba una calma absoluta.
Las nuevas tecnologías, sobre todo el teléfono móvil y el correo electrónico, han transformado radicalmente las relaciones entre los reporteros y sus jefes. Antes, el enviado de un periódico, el corresponsal de una agencia de prensa o de una cadena de televisión, disponía de una gran libertad y podía dar libre curso a su iniciativa personal. Buscaba la información, la descubría, la verificaba, la seleccionaba y le daba forma. Actualmente, y cada vez más a menudo, no es más que un simple peón que su jefe desplaza a través del mundo desde sus oficinas, que pueden encontrarse en la otra punta del planeta. Por su parte, este jefe tiene al alcance de su mano informaciones procedentes de multitud de fuentes (cadenas de informaciones en continuo, despachos de agencias, Internet) y puede, de esta manera, tener su propia visión de los hechos, eventualmente muy distinta de la del reportero que cubre el acontecimiento en el lugar de los hechos.
A veces, el jefe no puede esperar pacientemente a que el reportero termine su trabajo. Y es él quien informa al reportero del desarrollo de los acontecimientos y lo único que espera de su enviado especial es la confirmación de la idea que se ha hecho sobre el asunto. Muchos reporteros, hoy, tienen miedo a buscar la verdad por sí mismos.
En México, uno de mis amigos trabajaba para las cadenas de televisión estadounidenses. Me lo encontré en la calle; estaba a punto de filmar enfrentamientos entre estudiantes y policía. «¿Qué ocurre, John?», le pregunté. «No tengo la menor idea, me respondió sin dejar de filmar. No hago más que grabar, me contento con tomar las imágenes; después, las envío a la cadena que hace lo que quiere con este material».
La ignorancia de los enviados especiales sobre los acontecimientos que están encargados de describir es, a veces, sorprendente. Cuando las huelgas de Gdansk, en agosto de 1981, que dieron nacimiento al sindicato Solidarnosc, la mitad de los periodistas extranjeros llegados a Polonia a cubrir el acontecimiento no podían situar Gdansk (el antiguo Dantzig) en un mapa. Aún sabían menos sobre Ruanda cuando las masacres de 1994: la mayor parte de ellos pisaban por primera vez el continente africano y habían desembarcado directamente en el aeropuerto de Kigali, en aviones fletados por la ONU, sabiendo apenas dónde se encontraban. Casi todos ignoraban las causas y las razones del conflicto. Pero el defecto no es culpa de los reporteros. Ellos son las primeras víctimas de la arrogancia de sus patronos, de los grupos mediáticos y de las grandes redes de televisión. «¿Qué más me pueden exigir? me decía recientemente el camarógrafo del equipo de una gran cadena de televisión estadounidense. En una semana he tenido que filmar en cinco países de tres continentes distintos».
La historia «telefalsificada»
Esta metamorfosis de los media plantea una cuestión fundamental: ¿cómo entender el mundo? Hasta ahora se aprendía la historia gracias al saber que nos legaban nuestros ancestros, a lo que contenían los archivos y a lo que descubrían los historiadores. Hoy, la pequeña pantalla es la nueva (y prácticamente la única) fuente de la historia, destilando la versión concebida y desarrollada por la televisión. Mientras que el acceso a los documentos sigue siendo difícil, la versión que difunde la televisión, incompetente e ignorante, se impone sin que podamos cuestionarla. El ejemplo más esclarecedor de este fenómeno es, quizá, Ruanda, país que conozco bien. Cientos de millones de personas en el mundo han visto las imágenes de las víctimas de las matanzas étnicas con comentarios, en su mayor parte, completamente erróneos. ¿Cuántos telespectadores han completado esta visión recurriendo a obras fiables sobre Ruanda? El peligro es que se consumen mucho mas fácilmente los media que los libros.
La civilización se vuelve cada vez más dependiente de la versión de la historia imaginada por la televisión. Una versión a menudo falsa y sin fundamento. El telespectador de masas, al filo del tiempo, no conocerá más que la historia «telefalsificada», y sólo un pequeño número de personas tendrán conciencia de que existe otra versión más auténtica de la historia.
Rudolph Arnheim, gran teórico de la cultura, ya predijo, en los años 30, en su libro Film as Art2, que el ser humano confundiría el mundo percibido por sus sensaciones y el mundo interpretado por el pensamiento, y creería que ver es comprender. Pero eso es falso. La televisión, escribió Arnheim, «será un examen más riguroso para nuestro conocimiento. Podrá enriquecer nuestros espíritus, lo mismo que podrá volverlos letárgicos». Tenía razón.
La confusión, en general inconsciente, entre ver y saber, y ver y comprender, la utiliza la televisión para manipular a las personas. En una dictadura se sirve de la censura; en una democracia de la manipulación. El blanco de estas agresiones es siempre el mismo: el ciudadano de a pie. Cuando los media hablan de ellos mismos, enmascaran el problema de fondo con la forma, sustituyen con la técnica, la filosofía. Se preguntan cómo editar, cómo montar o cómo imprimir. Discuten problemas de montaje, de bases de datos o de la capacidad de los discos duros. En cambio, cuestionan el contenido de lo que quieren editar o imprimir. El problema del mensajero es reemplazado por el del mensaje. Desgraciadamente, como lamentaba Marshall McLuhan, el mensajero tiene tendencia a convertirse en el contenido del mensaje.
Tomemos el ejemplo de la pobreza en el mundo que es, sin duda, el problema más grave de este fin de siglo. ¿Cómo lo tratan las grandes redes de televisión? La primera manipulación consiste en presentar la pobreza como sinónimo del drama del hambre. Pero los dos tercios de la humanidad viven en la miseria a causa de un reparto no equitativo de las riquezas en el mundo. La hambruna, en cambio, aparece en ciertos momentos y en regiones muy precisas, pero es generalmente un drama de dimensión local. Además, sus causas se deben, la mayoría de las ocasiones al clima, a cataclismos como la sequía o las inundaciones; y a veces también a las guerras. Hay que añadir que los mecanismos de lucha contra el hambre, en tanto que plaga imprevista y puntual, son relativamente eficaces. Para combatirla, se utilizan los excedentes alimentarios de que disponen los países ricos y se les envía masivamente allí donde la necesidad se deja sentir. Estas operaciones de lucha contra el hambre, como en Sudán o en Somalia, son las que se nos han enseñado en las pantallas de televisión. En cambio, no se ha pronunciado ni una palabra sobre la necesidad de erradicar la miseria mundial.
La segunda estratagema utilizada por los manipuladores de la miseria es su presentación en emisiones de carácter geográfico, etnográfico y turístico, que descubren regiones exóticas del planeta. De esta manera, la miseria es asimilada al exotismo, y la televisión difunde el mensaje de que los lugares predilectos de la miseria son las regiones exóticas. Vista desde este ángulo, la miseria aparece como un fenómeno curioso, una atracción casi turística. Tales imágenes abundan, particularmente, en cadenas temáticas como Travel, Discovery, etcétera.
La ultima artimaña de estas manipulaciones consiste en presentar la miseria como un dato estadístico, un banal parámetro del mundo real. Esta manera de ver la miseria la condena a perpetuidad; el ser humano no puede así sentirla más que como una amenaza para la civilización dado que necesita aprender a vivir con ella.
Volvamos al punto de partida: ¿Los media reflejan el mundo? Digamos que de manera muy superficial y fragmentaria. Se concentran en las visitas presidenciales o los atentados terroristas; e incluso esos temas parecen interesarles menos. Durante estos cuatro últimos años, la audiencia de los telediarios de las tres principales cadenas estadounidenses ha bajado de 60 a 38% el total de telespectadores. El 72% de los temas son de carácter local y se refieren a la violencia, drogas, agresiones y delitos. Sólo 5% de su tiempo está dedicado a noticias del extranjero; e incluso numerosas ediciones ignoran este apartado. En 1987, la edición estadounidense del semanario Time dedicó 11 portadas a temas internacionales; diez años más tarde, en 1997, solamente una. La selección de las informaciones se basa en el principio «cuanta más sangre haya mejor se vende».
Los «anticuerpos necesarios»
Vivimos en un mundo paradójico. Por una parte se nos dice que el desarrollo de los medios de comunicación ha conseguido unir a todas las partes del planeta entre sí, para formar una «aldea global»; y, por otra, la temática internacional ocupa cada vez menos espacio en los media, ocultada por la información local, por los titulares sensacionalistas, por los cotilleos, los personajillos y toda la información-mercancía.
Pero, seamos justos, la revolución de los media está en plena carrera. Se trata de un fenómeno reciente en la civilización humana; demasiado reciente para que ya haya podido producir los anticuerpos necesarios para combatir las patologías que genera: la manipulación, la corrupción, la arrogancia, la veneración de la pornografía. La literatura sobre los media es, a veces muy crítica, a menudo incluso implacable. Más pronto o más tarde, esta crítica influirá, al menos en parte, en el contenido de los media.
Además, hay que reconocer que muchas personas se sientan delante del televisor porque esperan ver exactamente lo que la televisión les ofrece. En los años 30, el filósofo español Ortega y Gasset escribía en su libro La rebelión de las masas, que la sociedad es una colectividad de personas satisfechas de ellas mismas, de sus gustos y sus opciones. Finalmente, el mundo de los media es diverso. Es una realidad de varios pisos. Junto a los «media basura» hay otros formidables: existen algunos prodigiosos programas de televisión, excelentes emisiones de radio y destacables periódicos. Para quien desee realmente una información honesta, de reflexión en profundidad y basada en sólidos conocimientos, no faltan los media de calidad. A veces es difícil disponer del tiempo necesario para asimilar la oferta existente. Los media son frecuentemente vilipendiados para justificar el letargo en el que han caído nuestras propias conciencias, y nuestra pasividad.
Y nadie ignora que, en la redacción de los periódicos, en los estudios de radio y televisión, hay periodistas sensibles y de gran talento, personas que tienen la estima de sus contemporáneos, que consideran que nuestro planeta es un lugar apasionante, que vale la pena que sea conocido, comprendido y salvado. La mayor parte del tiempo, esos periodistas trabajan dando muestras de abnegación y de dedicación, con entusiasmo y espíritu de sacrificio, renunciando a las facilidades, al bienestar, hasta llegar a ignorar su seguridad personal. Con el único objetivo de dar testimonio del mundo que nos rodea. Y de la multitud de peligros y esperanzas que entraña.
Notas
1 París, Flammarion, 1998. 2 Léase de Rudolph Arnheim, La Pensée visuelle, París, Flammarion, 1976.
3 Léase a Serge Halimi, «Un journalisme de racolage», en Le Monde Diplomatique, agosto de 1998.
Ryszard Kapuscinski fue un periodista y escritor polaco.
Este texto retoma, en lo esencial, el discurso pronunciado por el autor, en Estocolmo, durante la ceremonia de entrega de los premios de periodismo Stora Jurnalstpriset y fue publicado en Le Monde Diplomatique, julio-agosto de 1999.
http://www.upf.edu/materials/fhuma/etfipo/eticaa/docs/35.pdf