La era del viajero enlatado
El álgebra es sencilla y clara: la penitencia por unos billetes cada vez más reducidos. Pues el verbo pagar se conjuga en presente y en futuro dentro del fuselaje de un avión. Hoy se paga por escoger un asiento en la salida de emergencia, por el equipaje, por embarcar en primer lugar, por seleccionar un aeropuerto, por beber un café, por cambiar el billete, por conectarse para leer la prensa, por la almohada; se paga por casi todo. Pero en el mañana (ya hoy) se pagará aún por más cosas. Cada vez más aerolíneas cobran el alcohol y la comida en los viajes de largo radio (uno de los servicios históricamente gratuitos en un vuelo). A su vez, las aerolíneas tradicionales están adoptando las mismas estrategias comerciales que las de bajo coste. United Airlines lanzará —cuenta el periódico The Washington Post— este año una nueva clase ultraeconómica en la que hay que pagar también por el compartimento de equipaje. Hasta ahora esta política era exclusiva de líneas aéreas de precios muy agresivos como Frontier Airlines o Spirit Airlines.
Es la evidencia de una certeza. “La competencia resulta tan feroz que el beneficio se saca en los céntimos”, apunta Vicente Segura, socio de Deloitte. Esa búsqueda del céntimo contrasta frente a los libros de contabilidad de un sector que ganará este año 28.500 millones de euros, según las estimaciones de la Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA, por sus siglas inglesas). Y que si mira hacia atrás ve que estos últimos tres ejercicios han sido los mejores de su historia.
Poco importa. Las aerolíneas han aprendido a “desempaquetar el servicio aéreo”, matiza Rosario Silva, profesora de estrategia del IE Business School. Y también han acostumbrado al cliente a pagar por prestaciones nuevas, les cueste mucho (facturación del equipaje) o nada (asiento de ventanilla). “Esta tendencia [pagar por multitud de servicios] ha llegado para quedarse porque resulta muy atractiva financieramente para las compañías. Además, los grandes impulsores de esta estrategia (Ryanair, EasyJet y Vueling) han visto crecer el número de pasajeros año tras año”, observa Jay Sorensen, presidente de la consultora IdeaWorksCompany.
Sometidos a esta inercia, algún analista, irónico, se pregunta si lo próximo será cobrar por el oxígeno. Pero en el fondo las aerolíneas están ofreciendo lo que quieren los clientes. “El viajero está dispuesto a sacrificar su confort si el ahorro resulta importante. Porque el precio, más que en un factor económico, se ha convertido en un orgullo social. A la gente le gusta decir: ‘He comprado el vuelo más barato”, relata Mario Gavira, director del comparador de viajes liligo.com. Ese sentido de renuncia se expande como el aire acondicionado en el interior de un avión. “Muchos pasajeros están dispuestos a sacrificar la comida gratis y la bebida por un precio mejor en los vuelos nacionales y de corto alcance”, refrenda Neil Hansford, presidente de la consultora Strategic Aviation Solutions. Porque los hábitos han cambiado. El viajero de bajo coste se “ha acostumbrado a comprar lo que quiere en el aeropuerto o bien a bordo”, argumenta John Strickland, director de la firma londinense JLS Consulting.
El cambio, ahí arriba, en el aire, resulta tan profundo que un revelador ejercicio de nostalgia es comparar en Google la clase turista de Pan Am de los años cincuenta del siglo pasado y cualquiera low cost actual. Incluso llevaban el desayuno a la cama. Ahora, a cambio de vuelos de 50 euros, las aerolíneas aligeran costes. Carros más pequeños, moquetas y asientos más livianos, manuales digitales, redes de fijación en la bodega para los equipajes o luces LED en cabina. Todo sirve.
También hay más butacas en el mismo espacio. La distancia media entre filas de asientos ha pasado de los 88,90 centímetros de los años setenta a los 41,91 centímetros actuales. En abril de 2016, el Senado estadounidense tumbaba una propuesta demócrata de limitar ese espacio menguante. La congestión tiene vía libre. De hecho, British Airways añadirá 52 asientos extra en 2018 a sus Boeing 777. Y las consecuencias superan la frontera de lo económico. “Un avión atestado de gente pone a los pasajeros en grave riesgo de sufrir enfermedades aéreas, dolores musculares y padecer traumas psicológicos”, advierte Jonathan B. Bricker, profesor del departamento de psicología de la Universidad de Washington. “La relación entre ellos comienza a ser más tensa y menos amable. Tanto que la competencia por los compartimentos de equipaje se vuelve feroz”, advierte Leon James, profesor de psicología de la Universidad de Hawái.
Lucha sin cuartel
¿El negocio de mañana? “No existe margen para incrementar más el número de asientos en los aviones”, sostiene David Höhn, socio responsable de transporte de KPMG. Y añade: “Una [buena] experiencia del cliente es el factor clave de la industria. Desde la compra del billete hasta el aterrizaje”. Visto desde tierra, parece obvio que las aerolíneas tradicionales adaptan y replican los modelos de las low cost. Estas contraatacan invadiendo las rutas de largo recorrido, hasta ahora coto de los grandes jugadores. Norwegian, por ejemplo, operará en junio su primer vuelo directo entre Barcelona y San Francisco.
Dentro del avión, las clases se fragmentan. Iberia presentó en octubre su categoría premium, que está a medio camino entre business y turista. Quien quiera estirar más las piernas tendrá que pagarlo. Esta inercia “representa la búsqueda de un margen mejor a través de la venta de servicios a bordo (carta-menú, wifi), acuerdos de comercialización cruzada (alquiler de coches, hoteles) y ofertas adicionales sobre la tarifa básica (horario flexible, elección de asiento…)”, resume Vicente Segura. Porque el negocio hace tiempo que dejó de residir solo en transportar personas. En la nueva aritmética del aire, la supervivencia también se esconde en esos ingresos complementarios. En 2015, esa partida extraordinaria sumó 56.700 millones de euros. O sea, el 7,8% de una industria que ese año ingresó 730.000 millones de euros. ¿Mucho? El 1% de la riqueza del mundo ya viaja sobre unos cielos atestados de vuelos baratos.
Fuente: Artículo original en EL PAÍS